Todos mis fondos de pantalla de todas mis pantallas, son de París. Es un lugar común, lo sé, porque hasta una foto de una alcantarilla de esa ciudad sería digna de postal. Pero cómo no tener una foto de La Ville Lumière, si amo los techos de los cafés en los andenes, amo los puentes pequeños sobre el Sena, los que nadie sabe como se llaman, amo los rinconcitos, las minucias, los recortes de la ciudad que tiene paisajes de página principal. La única vez que quise cambiar una foto de París fue por una tuya que tengo en mi celular. Estas con esa camisa de cuadros que te pusiste en nuestra tercera cita y media (ya llegamos al acuerdo de que lo primero no fue una cita, fue una mitad de algo, que no sabemos qué). Estás haciendo tus ojos de visco y yo estoy encima de ti entonces se ven las esquinas de mi pelo largo en el borde de la foto. Esa foto me encanta, casi tanto como París, así.
Es una foto de postal. Una postal con una leyenda que diga que no importa cuantas veces te hayas quebrado, siempre hay un nuevo lugar por el cual resquebrajarte, pero también siempre hay quien esté dispuesto a llenarte las grietas de amor. Bueno, probablemente nadie compraría esa postal. Salvo tu y yo. Tú y yo la compraríamos para ponerla como fondo. Como fondo a nuestra vida, y si pudiera empapelar el cielo con esa foto no estaría acá escribiendo sino que estaría buscando una escalera.
No te lo digo porque no me gusta decirte nada, me gusta que nunca sepas lo que pienso, me gusta ganarte en conocerte más de lo que tu a mí. Pero si te dijera todo esto terminaría por decirte que de todos mis fondos tú eres mi favorito, eres el que toqué para resurgir, el que me impulsó a la superficie, el fondo de mi vida aunque el de mi computador siga siendo París.
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