Mi ateismo era una cosa seria. No era tanto el no creer más que el no querer creer, combinado con un fastidio absoluto hacia las misas, la parafernalia, los cultos, los libros con mensajes divinos, la Rosa de Guadalupe en RCN, y todo, todo lo que pretendiera tener la razón. Todas esas personas y religiosos creían en algo en lo que yo no quería creer, porque ellos decían que había un Dios que todo lo podía, que no conocía ningún imposible, y yo me preguntaba cómo podía alguien.. cualquier persona, ser, luz, paloma... ser capaz de ver tanto sufrimiento, tanto miedo, tanta angustia, tanto inocente desaparecido, tanto bebé en la basura, tanto indígena con desnutrición, tanta mujer violada, tanto cancer, tanta droga, tanta mierda y tantísimo asco, y no aparecerse. No venir a usar sus poderes para el bien mientras yo me hundía en impotencia. Si ese era Dios, yo no quería nada con el. Prefería creer en la nada.
Aunque duró, no fue tan simple. Si creer es complicado, dejar de creer no es más sencillo. Era yo contra el resto del mundo en los momentos de angustia, cuando sentía que me iban a robar, cuando veía en los postes de la luz fotos de desaparecidos que se veían como mi familia, cuando prendía el noticiero y anunciaban un nuevo accidente de borrachos, o incluso, cuando Santa Fe botó ese penal. Entonces lo entendí y así lo he estado entendiendo desde entonces. Yo no creo porque este de acuerdo, ni creo porque tenga sentido, no creo porque crea, creo porque lo necesito. Yo no creo en su Dios, ni en su otro Dios, yo creo en el mío. Me inventé mi propio Dios en el cual creer, uno del cual me siento orgullosa y no necesito que nadie más le siga, él y yo tenemos lo nuestro y eso es lo que importa.
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