Voy a ser feliz cuando acabe el colegio y no tenga que ver más a la profesora de Biología. Estoy segura que cuando deje de congelarme en el paradero de la ruta en minifalda y medias blancas, la vida será maravillosa.
Pero, en la universidad también hay clase de 7, y me congelo en los salones llenos de gente que tiene cara de entender todo lo que yo no. Voy a ser feliz cuando acabe la universidad y no haya más parciales ni finales, ni tenga que cerrar los ojos antes de ver las notas para que todo pase más rápido. Cuando trabaje y me paguen, voy a dejar de tomar aguardiente y voy a tomar solo ginebra, de la cara, porque cuando trabaje la vida será maravillosa.
Pero, ahora salgo del trabajo los viernes y no quiero ir a tomar ginebra, quiero llegar a mi casa a una sobredosis de cobijas y Netflix. A veces los sábados me encuentro pensando en todo el trabajo que me espera de Lunes a Viernes de 8:00 a 6:00; y mis amigos de la universidad me dicen que ya nunca nos vemos, que no tengo tiempo ni ganas. Seguro que las tendré cuando me pensione. Para hacerlo necesito haber cotizado 1.300 semanas y llevo 116, ya casi, o bueno, no; pero mejor 116 que 0.
Voy a ser feliz cuando me pensione, estoy segura que sí, cuando me pensione la vida será maravillosa.
No importa donde esté parada, la felicidad siempre parece estar del otro lado.
Pero, algo pasó porque me desperté un día pensando que la felicidad no está en los planes que hacemos para la vida, ni en la ciudad donde vivimos, así sea Paris, o Nueva York, o Bogotá. No está en la gente que nos ama ni en la que no nos ama todavía. La felicidad no está en el cierre del dólar, ni al final del ahorro programado y segurísimo no está en el sobre del extracto de la tarjeta de crédito. No está en una sola cosa ni en la suma de las partes, no está en tener abdominales, ni carros o gatos, e increíblemente, no está adentro de las cajas de zapatos. La felicidad no está después de la vida, ni en el cielo ni en la biblia, ni en algún tipo de reconocimiento al sufrimiento. La felicidad no nace del contexto ni del entorno, no está afuera, no se puede coger un avión para llegar a ella. La felicidad viene de adentro, de las tripas, de las entrañas, del tuétano, unos dedos abajo del corazón. Ahí está y ha estado siempre, pero qué hacemos si simplemente no quiere salir, no puede o no se le da la gana. Ella, la felicidad, es como una perra loca que un día cualquiera, cuando menos lo esperas, te muerde. Te muerde, se sale de adentro por los poros, te contagia toda y no te deja en paz, y menos mal, porque si la dejamos ir, cómo la volvemos a poner ahí, adentro ¿Cómo?
Pero, algo pasó porque me desperté un día pensando que la felicidad no está en los planes que hacemos para la vida, ni en la ciudad donde vivimos, así sea Paris, o Nueva York, o Bogotá. No está en la gente que nos ama ni en la que no nos ama todavía. La felicidad no está en el cierre del dólar, ni al final del ahorro programado y segurísimo no está en el sobre del extracto de la tarjeta de crédito. No está en una sola cosa ni en la suma de las partes, no está en tener abdominales, ni carros o gatos, e increíblemente, no está adentro de las cajas de zapatos. La felicidad no está después de la vida, ni en el cielo ni en la biblia, ni en algún tipo de reconocimiento al sufrimiento. La felicidad no nace del contexto ni del entorno, no está afuera, no se puede coger un avión para llegar a ella. La felicidad viene de adentro, de las tripas, de las entrañas, del tuétano, unos dedos abajo del corazón. Ahí está y ha estado siempre, pero qué hacemos si simplemente no quiere salir, no puede o no se le da la gana. Ella, la felicidad, es como una perra loca que un día cualquiera, cuando menos lo esperas, te muerde. Te muerde, se sale de adentro por los poros, te contagia toda y no te deja en paz, y menos mal, porque si la dejamos ir, cómo la volvemos a poner ahí, adentro ¿Cómo?